Entre los traumatizados por la muerte de la madre de Bambi todavía deben quedar consumidores de ficción incapaces de separar lo que les cuentan de la realidad. Mi primer encuentro traumático con la potencial falsedad de lo que aparece en una pantalla tuvo lugar en los años sesenta, en la época de la televisión en blanco y negro. Yo tendría ocho o nueve años y cuando justo acababa de superar Bambi invitaron a mi clase a cantar villancicos en el programa de beneficencia de Dalmau y Viñas que se emitía los sábados. No hace falta que diga el canal de TV porque entonces sólo había uno. Esa circunstancia, junto a la recogida de juguetes para los niños pobres, era lo que hacía que el programa gozara de buena audiencia. Era enternecedor ver a tantos niños entregando juguetes para los niños pobres. Especialmente en Navidad.
Cuando acabamos los villancicos nos pidieron que nos pusiésemos en una cola y nos dieron un juguete a cada uno. Yo aluciné con el mío porque era un juego de la NASA sobre el proyecto Apolo. Mi ilusión se vió frustrada al ver que la cola pasaba por delante de las cámaras y que teníamos que entregar el juguete al presentador. Tras realizar dos vueltas más para entregar los mismos juguetes, me di cuenta de que todo era una pantomima. Lo que más me dolió no fue perder el juego del Apolo, sino quedarme con la duda de si aquellos juguetes iban a ser entregados realmente a alguien o si utilizaban los mismos en todos los programas.
Cuando veo que algunos pobladores de mundos virtuales como Second Life han necesitado tratamiento psicológico me acuerdo de aquella época y me alegro de haber establecido las referencias de la realidad en una edad tan temprana. Al igual que no conocí a nadie que intentara volar como Superman, espero no tener que conocer a nadie que coja una depresión por no poder pagar la hipoteca en Second Life.